una de frenillos (y II)

Bueno, sigo en mi rotación por quirófano, así que creo que vale la pena terminar la historia que empezó unos días atrás, bajo la tutela de la siempre sabia pluma del creador de la tira Ecol.

Tengo nueve puntos de sutura en el pene

Me encanta la frase. Me imagino a John Wayne, en la barra del saloon, ajustándose el sombrero. Después pide otro whisky doble y se pone a hablar de la fórmula uno.

El viernes fui a la consulta del médico, un amigo de mis padres.

—Se me hace un poco extraño estar aquí enseñándote la polla —le dije mientras me aflojaba el cinturón.

—Tranquilo, ni te la voy a tocar.

Procedí a enseñarle el pastel. Le estoy cogiendo vicio al asunto. A este paso un día se la enseño a la cajera del supermercado. En un segundo me dijo lo que dicen todos lo médicos, que se trata de un procedimiento nimio, que es cosa de un momento. Deberían grabarlo en una cinta para ahorrar saliva. Coser y cantar. Supongo que él cose y yo canto. La melodía que me vino a la cabeza no me gustó nada.

Me dice que el proceso indicado es una frenuloplastia y ya puestos, para que la cosa quede fetén, me aconseja una circuncisión. Y elevalunas eléctrico y llantas de aleación. Yo quiero que me corte el frenillo y él sugiere desfigurarme. Se inicia una discusión. Toma una hoja de papel y me dibuja dos pollas. El proceso me evoca recuerdos de mi infancia. En el colegío yo tenía compañeros que hacían lo mismo en los márgenes de los libros. Eran los más malos de la clase. Me pregunto si se hicieron urólogos. A ellos también les gustaba desfigurar a la gente.

Le digo que no tengo ningún problema con el prepucio, que de hecho le tengo cariño. Lo primero que me enseñó mi padre fue que la vida del ingeniero industrial era maravillosa. Luego me dijo que, si me la descapullaba siempre después de mear, llegaría lejos. No todos los consejos de mi padre me han resultado útiles pero, desde luego, si de algo estoy seguro en esta vida, es de que mi prepucio es completamente funcional. Es una de esas certezas fundamentales que invariablemente sentencian una conversación.

—La ventaja secundaria es que, sin piel que lo recubra, el glande se insensibiliza, lo que retarda la eyaculación —me dijo con una sonrisilla pícara que en la República Dominicana vendría acompañada de un guiño y un «Ya tú sabes mi amol».

—Créeme que ése no es el problema. Limítate al frenillo.

—Vaya, control mental, ¿eh? —dice levantando una ceja.

Alguno dirá que es lo único que mi mente ha hecho bien en los últimos años.

El sábado por la mañana, antes de conducir 120 kilómetros, me estaba poniendo la ropa de quirófano.

—¿Mañana me dolerá la polla? —pregunté turbado al médico.

—Sí, estos pequeños son para los zapatos.

Cuando nadie te entiende es que las cosas no van bien.

Luego entré en la sala. Me esperaban el doctor y dos enfermeras. Me tumaron sobre la camilla y pronunciaron la primera frase que indefectiblemente me dicen los médicos, me duelan la espalda o las muelas:

«Bájate los pantalones»

Los galenos no prestan dinero y los bancos no operan gente. No entiendo por qué ambos tienen que exigir lo mismo.

Una enfermera me sujetaba la minga y la otra me extendía un líquido ocre alrededor de los genitales.

—Píntamelo bien —decía el médico. Parecían estar pasándoselo en glande.

Con dos enormes focos me iluminaron la entrepierna. En aquel momento mi polla estaba recibiendo más luz que la jeta de Mick Jagger al subir a un escenario. Eran focos de esos que emplea la policia para iluminar edificios cuando dentro se mueven delincuentes. Tuve la impresión de que mi pene acababa de robar un banco. Estuve a punto de pedir un avión lleno de combustible.

Yo seguía el procedimiento mentalmente con la mirada en el techo. Ahora tocaba la parte de la cremita anestésica. Lo que vi fue una mano con una jeringuilla.

—Oye, ¿no era cremita? —pregunté alarmado.

—La inyección mucho mejor. Sólo es un centímetro. —Cuando las unidades no tienen ningún sentido es que algo va mal.

—¿Dónde cae la inyección? —Recé para que de sus labios salieran las palabras «ingle» o «huevo derecho».

—En todo el frenillo —dijo antes de bajar una ceja como los toreros.

Aunque uno piense que sea uno de los peores sitios en los que le puedan pinchar, la verdad es que no es para tanto. La próxima vez que vaya al dentista le diré que me pinche en la polla.

Miré a las enfermeras y les dije:

—Me lo he hecho jugando al ajedrez. No juguéis nunca; es muy peligroso.

—Sí, desde luego es peligroso jugar al ajedrez con la polla —dijo el médico con sorna—. Espero que por lo menos matases a la reina.

Rara vez me giran un chiste, y menos con ese tempo. Esta fue una de esas ocasiones. Me hubiera quitado el sombrero si no hubiera estado rezando.

—Ahora notarás una ligera quemazón debido a la anestesia —añadió mientras el miembro comenzaba a arderme como si lo hubiera puesto sobre un fogón eléctrico. Cambié las oraciones por maldiciones.

Un bisturí eléctrico es un ingenioso invento de la ciencia moderna. Te ponen una pegatina en cualquier lugar del cuerpo y ese punto actúa como masa. Luego no hay más que acercar el otro polo a la piel y salta un arco eléctrico mientras un olor a pollo frito se eleva en el ambiente. Es el mismo principio que en la soldadura eléctrica, sólo que aquí no se suelda metal sino delicado tejido blando. No sé para qué te ponen anestesia si igualmente te duele como si te estuvieran atravesando el pijo con un hierro candente. Me pregunto si es el mejor procedimiento para operar un órgano vital.

Una eternidad más tarde, el médico cogío aguja e hilo y dijo lo que dicen en Eurovisión cuando todos han terminado de cantar:

—Ahora vienen los puntos.

Las puntadas también duraron una eternidad. Es lo que pasa cuando se tiene un miembro descomunal, que estas cosas llevan su tiempo. Cuando tenía doce años, en el colegio nos hicieron tricotar una bufanda. A mí me costó menos. El hilo se deslizaba con soltura entre mis carnes. A mitad de faena la enfermera tuvo que salir a por otro carrete. La gente se pregunta qué ventajas puede tener el poseer un pene de chino. Como mínimo hay una.

—Ya está —dijo por fin con alborozo como quien termina un sudoku—. Échale un vistazo.

Levanté la cabeza tímidamente preguntándome si de verdad quería ver aquello. La primera película que me vino a la cabeza fue Frankenstein. Luego El increíble hombre menguante. Mi pobre amigo nunca había visto un día peor. Tenía un aspecto terrible. Era como uno de esos cadáveres en la morgue a los que han hecho una autopsia y están cosidos de arriba a abajo. Parecía un personaje de Tim Burton.

—No te preocupes —le susurré con toda la convicción que fui capaz de reunir—: volveremos a brillar.

Cualquier superhéroe que se precie debe experimentar una tragedia antes de adquirir los superpoderes que le convertirán en una leyenda. Lo sabía Aristóteles y lo sabían en la Marvel. Mi gran momento estaba sin duda próximo. Ya era hora. Mi padre se ríe, pero alguien tiene que salvar el mundo.

Me untaron una crema amarillenta y me pusieron la capucha. El médico procedió a desgranarme los detalles de la recuperación:

—En los próximos cuatro días ni te la mires. —Iban a ser los cuatro días más largos de mi vida moderna—. Al quinto, en la ducha, te bajas el prepucio y te das una refriega.

Para las mujeres, diré que cuatro días sin descapullarse el churro son como cuatro días sin limpiarse el culo.

—Conozco a gente muy cafre que lo ha hecho —añadió—, pero te recomiendo que te abstengas de follar hasta que se te caigan los puntos. Si no, igual se te cae otra cosa. De diez a quince días.

Para las mujeres, me encantaría decir que quince días sin follar son como quince días sin limpiarse el culo, pero la verdad es que pasan volando. Eso no quita que me encante limpiarme el culo.

—Hala, a volar —dijo quitándose los guantes.

Me bajé de la camilla con cuidado. Una vez tuve unos pantalones a los que en un mal gesto se les rompió una costura. Me alejé renqueando por los pasillos.

De camino al coche le dije a mi padre:

—Bueno, una cosa menos.

—Literalmente —dijo.

Mi padre es un cachondo. Veremos si se ríe cuando le extirpen la próstata.

El fin de semana lo pasé en Almansa, recuperando una clase de Programación Neurolingüística que me perdí cuando estuve ocho días en la República Dominicana, cuando sólo bebía ron y todavía tenía un frenillo. El grupo era nuevo para mí. Me veía obligado a sumergirme entre un montón de desconocidos.

Lo bueno de venir de una frenuloplastia es que no tienes que hablar del tiempo. No hay silencios incómodos que tengas que rellenar con insustanciales conversaciones sobre el tiempo. En cuanto te descuidas estás en el bar tomando un café con leche y tu pene es el centro de atención. Todo el mundo quiere saber más, todo el mundo ríe y es feliz. Todos te miran con compasión y ternura, todos se quieren sentir próximos, todos quieren saber más. Te diré algo que probablemente nadie te haya dicho antes: a la gente le encanta que hables de tu polla.

No entiendo por qué la gente protege con tanto celo su vida privada. No entiendo esa preocupación por la intimidad. No te tomes tan en serio; nadie más lo hace.

Yo tengo nueve puntos de sutura en el pene.

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