educación sexual en la Edad Media

Y yo me pregunto…. en aquella época, cuando el VIH no era más que algo parecido a un número romano mal escrito y los embarazos se saldaban con un oportuno casamiento o el rápido ingreso en una orden religiosa… ¿en qué consistiría una charla de educación sexual?… creo que podría ser algo así…

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Oídme todos, pues yo proclamo que los príncipes azules no existen desde que en el reino decidieron desterrar el machismo que encubría el uso de los colores para distinguir los sexos… las mallas se abandonaron por razones más prosaicas… pesaban demasiado y dificultaban la micción.

Si hemos de ser estrictos y ceñirnos a la realidad, tan siquiera pasaban demasiado tiempo rescatando princesas o luchando contra dragones… lo cierto es que durante sus correrías, y nunca mejor dicho, gustaban de yacer junto a las damas mientras que un juglar, ponía a su disposición la melodía propicia para que la batalla amorosa no perturbase el descanso del resto de los habitantes del castillo.

Eran, por otra parte, doctos en el arte de despojar de capas, enaguas, encajes y miriñaques a la princesa más vestida en un tiempo prudente, y digo prudente y digo bien, pues de todos es conocido que en el arte del desvestir radica también el goce del placer anticipado; por todo ello, se aplicaban en ir descubriendo poco a poco a su amante, no sin antes prodigar el debido homenaje de besos y caricias a una piel tan blanca, como poco acostumbrada a tales atenciones.

En una época en la que el estrés no se había inventado y la paciencia era considerada una virtud, se cultivaban también una suerte de prácticas en las que el caballero demostraba una gran pericia y control, ya que aplicando su cuerpo junto al de la princesa, se entregaba a una suerte de juegos en los que ella era el centro de atención; en dicha actividad, invertía un tiempo indeterminado, pues de todos es conocida la relación que existe entre una buena técnica, y el futuro acceso a la alcoba, facilitado por la oportuna aparición de una trenza o escalera de cuerda, dispuesta a tales efectos; por todo ello, nos detendremos en este punto, haciendo mención al primer manual del que tenemos constancia, en el que se describen estas y otras técnicas habituales de la época:

El buen caballero se encontrará, como decimos, tumbado junto a la princesa, enfrascado en localizar el punto más sensible de la misma, y concentrado como está en la respiración agitada de ella, acompañará cualquier movimiento involuntario que se produzca, con otro propio, sin descartar en ningún momento demostrarle con ligeros roces, susurros o lenguaje explícito, lo placentero que para él mismo resulta dicha situación, y procurando en la medida de lo posible, que si la intensidad del momento se acerca peligrosamente al clímax, las caricias se suavicen, dejándole tiempo a recuperar un poco la compostura y permitiendo que el rubor deje de aflorar a sus mejillas, antes de volver a insistir, pero sin abandonarla nunca a su suerte.

Cualquier regla escrita sería estéril si llegados a este punto, el caballero no entiende que cada princesa es diferente, y, por tanto, la dulce tortura será individualizada, pero en todo caso, aplicar la regla general de que siempre cabe prolongar el juego unos instantes más, para lo cual será menester que ella sepa esperar o, a falta de su paciencia o colaboración, el caballero muestre el suficiente autocontrol como para no ceder a la tentación prematuramente.

Llegado es el tiempo de lanzar unas monedas extra al juglar para que se aplique en elevar su voz una octava y rasgar con más ímpetu el laud, ya que tras disponernos sobre ella, y tras un instante de dulce confusión, que aprovecharemos para disfrutar durante unos segundos en la contemplación del cuerpo que nos aguarda, cubriremos a la dama con el nuestro propio, y confiaremos en que la sabia naturaleza nos guíe hacia su cálido y húmedo interior, lentos pero firmes, sin prisa pero sin pausa, disfrutando del leve arqueo de su espalda, del aroma de su piel, de los nuevos gemidos que nos regale, y de la dulzura de unos ojos que, a buen seguro, por mucho que intenten mantener nuestra mirada, se perderán regularmente en unos parpadeos incrédulos y acompasados al ritmo de un placer que ya intuyen, dulce e insoportable.

Es por tanto menester haber previsto una lámpara de aceite que nos permita recrearnos en tan hermoso espectáculo, mientras nuestros embites surten el efecto deseado.

Tiempo ha de que el caballero demuestre su maestría en el arte del trote ligero, pero sabed que de igual modo se llega al destino con un paso más lento y pausado, dejando una huella más profunda e imperecedera también, a la vez que de tanto en tanto, resulta inclusive de interés para ambos, detenerse por unos instantes, pero sin perder la senda trazada.

Resulta gratificante el placer compartido, no obstante no nos empeñaremos en alcanzarlo… más bien nos ocuparemos de que la dama quede satisfecha, ya que sufrir el martirio de dejarse una melena tan larga como para facilitarnos el acceso a su ventana, es motivo más que suficiente como para compensarla sobradamente, además, y creedme, pocas hazañas superan la de, toda vez satisfecha, dedique toda su atención en colmaros a vos, para lo que a buen seguro, si habéis sido diestros en su satisfacción, se aplicará con la mejor de las disposiciones, permitiendo que toméis plena posesión de su persona, y por un instante, os sintáis tan vulnerable, cansado y dichoso, que hasta el más torpe de vuestros enemigos podría daros muerte mil veces.

Miradla entonces feliz y orgullosa, sabedora de que en su interior atesora el fruto de vuestro esfuerzo, y no dudéis en abrazarla entonces, pues abrazáis a la niña, a la madre, a la esposa, a la amante, y tomad aliento nuevamente sin entregaros al sueño, pues ya descansaréis en la tumba, no ahora, cuando lo que celebráis es la vida.

Fdo.: Merlín, enfermero del reino.

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